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martes, 8 de noviembre de 2011

     
Monasterio de la Santísima Trinidad





El monasterio de la santísima trinidad se levanta al norte de Antioquia, en un hermoso pueblo conocido como el escapulario de los andes, donde las campanas, cada amanecer, en arreboles de esperanza, despiertan a los citadinos, indicándoles que Dios en su infinito amor, ha tenido un nuevo halo  de misericordia permitiéndoles contemplar la luz de un nuevo día. Este es Yarumal, un empinado pueblo de cálida frescura, y de gente sumamente amable, de paisaje sin igual, y de ferviente fe. Pero mereciendo este hermoso rincón muchísimos halagos y coloquios, quiero hacer mención del  pedazo de cielo que aquí el Señor plantó…

Aquí hubo un amanecer que llenó de alegría a toda la población… un dos de Febrero como ningún otro, no sólo por la celebración de nuestra Señora de la Candelaria, sino por que la Divina Señora, como en un suspiro de amor, se digno sembrar  un hermoso jardín de albas azucenas, para albar al Creador.

Ya había hecho lo mismo en muchas partes de Europa y América y ahora se había fijado en esta bella colina que sin oponerse le recibió. Una vez más la obediencia y entrega  de Santa Beatriz de Silva era medio de Bendición; pues religiosas de su orden, con un inmenso deseo de servir a la Iglesia en oración, trabajo  y contemplación se despojaban de su casa, para abrir una nueva fundación en honor de la inmaculada concepción.

Con la venia del Excelentísimo Señor: Miguel Ángel Builes, obispo de Santa Rosa de Osos, llegaron a Yarumal cuatro religiosas de la Sagrada orden: la Madre, María Eduviges del Espíritu Santo, Sor María Soledad de Calvario, Sor María de los ángeles y sor María de la Santísima Trinidad. 

Ellas, desprovistas de posesiones materiales, pero con el corazón lleno de esperanza y confianza en la divina providencia, dieron, como Nuestra Señora, un nuevo sí al buen Dios, y no vacilaron en el momento de poner su mano en el arado, para cooperar con la obra de la salvación.  Fue sí, en tónica evangélica y trayendo como bastón la Cruz, que levantaron con amor y sacrificio el único monasterio de contemplación perpetua que falta le hacia Yarumal.

Sabían las reverendas que, aunque la “pobreza” inicial era extrema, como fieles  hijas del Gran Hermano de Asís, su mano debía estar siempre asida a la de la “Dama pobreza”, y sobre, todo que no debían temer, pues se    encontraban en las manos de Dios, quien ya lo tenía todo bien  dispuesto…

Y es que así fue. Nuestro amado Señor dispuso al eximio obispo, al cura párroco, de la basílica Nuestra Señora de la Merced, el reverendo padre Francisco Gallego Pérez; y a su  insigne cooperador, quien se convirtiera al poco tiempo en el excelso  guardián de la naciente obra, el reverendo Padre Benedicto Soto.

Dios había dispuesto el corazón generoso de innumerables y asiduos benefactores… pero ante todo, ya Dios dispuesto un lugar para poner al hijo de su corazón, fuente de toda fuerza, consuelo y paz;  y junto a Él, una luz que desde aquella vez, jamás ha dejado de arder, signo de entrega y sacrificio, signo de amor y redención… de tal modo que las religiosas al contemplar el Sagrario, siempre exclamaban: “¡oh Jesús! ¿Qué sería de nosotras si tú faltaras en el sagrario? ¿En dónde hallaríamos fuerzas para llevar nuestra vida de sacrificio y entrega?...”

Y es que Él, Jesús Eucaristía, prisionero de amor, ha sido el único testigo de las lágrimas y penas, de las alegrías y tristezas; testigo   de los triunfos, las derrotas, de los gozos y penitencias  de sus esposas.

Con el paso del tiempo, fueron brotando nuevos retoños vocacionales, regados con el rocío del Espíritu Santo y abonados con la gracia de la oración.

Pronto fueron llegando a la puerta del convento, como a la casa del novio, más vírgenes sensatas, que  provistas de aceite mantuvieron sus lámparas encendidas, y aún hoy muchas de ellas se encuentran celebrando en cada cosa y oficio, la alegría de haber podido pasar al banquete de su Señor; otras en cambio, para mayor dicha, se han unido al coro angélico; donde llamadas por Cristo, comparten el gozo de poder contemplar, el rostro esplendoroso del amor amado por quien vivieron, sirvieron y esperaron.

La vida de esta morada de Dios, transcurre hoy tal cual lo quiso la Santa madre Beatriz de Silva: bajo la mirada de María Inmaculada y la espiritualidad del Trovador de Asís, armonizando  la oración, el trabajo, la  contemplación, y el gozo de saberse amadas por Cristo.

Al orar  renuevan su compromiso de esposas, al trabajar, glorifican al Creador por la vida, al contemplar abrazan la cruz del redentor,  y al sentirse entre su costado, agradecen a Dios la dicha de permitirles gozar de su ternura.

 Hoy, como hace más de cincuenta años, luego de cruzar el pórtico  de la casa, encontrarás la voz suave de una religiosa, que detrás del romántico torno, te dice con su amabilidad habitual, que la iglesia vive  para servir y amar y que ese amor de Cristo que habita en ella, quiere servirte.

No cabe duda entonces que, después de Cristo en el sagrario una religiosa concepcionista es la más feliz prisionera de amor, y que las rejas que les separan del mundo exterior no son más que el signo de entrega, a un Dios que lo ha entregado todo por la salvación de la humanidad. Su vida, su ejemplo, su entrega, su amor y sacrificio, sostienen, levantan y animan a la iglesia en su actuar en el mundo y para el bien del mundo.

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